Apología al ejercicio de la virtud.
Se disfraza el comienzo
con las vestiduras del último argumento,
el viejo recurso del rocío
cuando te domina la sed de inmemoriales evidencias.
Me dijo: tengo un artificio con voz propia.
Una tibia humedad desabotona el acertijo
y anuncia la cercanía de su boca.
Mi espalda desnuda
danza bajo la lengua de Nietzsche;
Amor fati traduce la humedad de su saliva
justo cuando la puerta ganaba mi ausencia.
¡Que sencillo… como la inmediatez de un proyectil!
(respondió el mimo irónico que a veces suelo ser)
un oscilar de su cabeza niega para precisar:
ese animal esconde en su vientre el polvo de un miedo milenario,
su ciego transcurrir palidece ante la policromía que mi fórmula promete.
Así lo refrendan la voluntad y el dominio de sí.
No se trata de cargar el roble de la espalda…
-comenta en un susurro-
sólo saberla el envés del pecho
y darle el justo espacio entre los brazos.
Abrí mis pasos y detuve los ojos,
el ave que albergaba entre sus manos,
-con la levedad del papel- abrió sus alas,
y entonces descifré los caracteres:
“Dasein”, repitió Nietzsche en perfecto alemán incomprensible.
Me advierte que encontrarse y comprender son acciones paralelas.
No desees nada diferente a lo que es,
el espíritu dionisiaco está en el aire
y el olor a desnudez despierta analogías.
Aunque tu retorno me sepa a falsedad
y no sean ya tan rojas las manzanas
que ayer dormían en el fondo de tu pecho.
Reparo en la parda mueca,
asechando en el envés de sus contornos,
invitándome a amarla además de
acogerla como necesaria.
Desnudo el comienzo como quien libera al fruto de su funda,
el viejo recurso del último argumento.
Ecce homo vuelve a retarme con
la insospechada extremidad de la vida
bajo el engañoso y fértil aliento de la duda.
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